Es una escena común para muchos jugadores contemporáneos: uno enciende la consola o abre la biblioteca de Steam, dispuesto a disfrutar de una buena sesión de juego, pero en lugar de lanzarse a la aventura, se queda paralizado ante una montaña de títulos acumulados. Se navega entre juegos comprados en oferta, descargas gratuitas que se hicieron “por si acaso” y bundles adquiridos hace años que, en muchos casos, ni siquiera se han instalado. Al final, tras veinte o treinta minutos de indecisión, uno termina apagando el sistema o regresando al mismo juego de siempre. Mientras tanto, las carpetas de capturas de pantalla se multiplican, los discos duros se saturan, y una sensación de saturación mental se instala casi sin darnos cuenta.
Este fenómeno, cada vez más común, ha comenzado a ser identificado como una manifestación digital del conocido Síndrome de Diógenes. Si bien el trastorno original se refiere a la acumulación compulsiva de objetos físicos, su contraparte digital —aunque menos visible— puede ser igual de problemática. En el contexto de los videojuegos, se manifiesta como una acumulación descontrolada de contenido digital: títulos nunca jugados, actualizaciones interminables, mods sin uso, capturas olvidadas y archivos de guardado de juegos que ni siquiera recordamos haber descargado. A diferencia de los objetos físicos, estos archivos no ocupan espacio en nuestros hogares, pero sí en nuestros dispositivos, en nuestra atención y, quizás más importante, en nuestro bienestar mental.
Detrás de esta acumulación no solo hay impulsos consumistas o simples hábitos descuidados, sino también dinámicas psicológicas más profundas. Uno de los factores más relevantes es el temor a perderse una oportunidad: ese constante “por si acaso” que acompaña las compras durante las rebajas, las suscripciones a servicios como Game Pass o PS Plus, o la descarga impulsiva de un título gratuito limitado. Existe una ansiedad latente de que, si no adquirimos ese contenido en el momento, podríamos lamentarlo más adelante. A esto se suma una necesidad interna de completitud, como si cada título sin abrir se convirtiera en una tarea pendiente que nos susurra constantemente desde la estantería digital. Incluso el acto de desinstalar un juego puede sentirse como una pequeña renuncia, como si al hacerlo perdiéramos una posibilidad de ser o vivir algo que aún no ocurrió. Esta relación emocional con el potencial no vivido también forma parte del problema.
Por supuesto, no podemos ignorar el papel que desempeña la industria en fomentar esta acumulación. La distribución digital ha eliminado las barreras físicas para adquirir juegos: ya no es necesario desplazarse ni almacenar cajas, basta con un clic. Los modelos de suscripción, con sus catálogos casi infinitos, nos invitan a explorar más de lo que podemos abarcar realmente. Y el marketing, con sus tráilers cinematográficos, promociones temporales y contenidos exclusivos, crea una atmósfera de urgencia artificial que dificulta tomar decisiones racionales. Todo esto contribuye a una paradoja inquietante: en un contexto de abundancia de opciones, se pierde la capacidad de disfrutar. Elegir qué jugar se convierte en un proceso abrumador, donde la sobreoferta genera fatiga decisoria y disminuye la espontaneidad.
Las consecuencias de este fenómeno no son triviales. Al acumular sin criterio, nuestra experiencia de juego puede volverse menos placentera, incluso estresante. Pasamos más tiempo gestionando bibliotecas, actualizaciones y configuraciones que jugando realmente. Esta sobrecarga también se traslada a los dispositivos, que se llenan de contenido inactivo que ralentiza el sistema y complica aún más la elección. Pero quizás el efecto más silencioso —y más grave— sea el emocional: la sensación persistente de estar rodeado de tareas no realizadas, aunque sean digitales, puede generar culpa, ansiedad y una percepción constante de ineficiencia personal.
Frente a esta situación, vale la pena preguntarse si el problema radica únicamente en los hábitos individuales, o si también es responsabilidad de las plataformas y desarrolladores promover un uso más saludable. Imaginar soluciones más centradas en el jugador no es descabellado. Los estudios podrían, por ejemplo, mostrar de forma más transparente la duración estimada de los juegos, sugerir opciones que se ajusten al tiempo disponible del usuario, o diseñar experiencias modulares que permitan avanzar por capítulos y retomar sin perder el hilo. Las plataformas, por su parte, podrían implementar herramientas que ayuden a visualizar los patrones de uso, recomendar limpiezas periódicas, etiquetar el progreso o incluso proponer la desinstalación de títulos olvidados. En definitiva, fomentar una relación más consciente con nuestras bibliotecas digitales.
El Síndrome de Diógenes Digital no es simplemente un reflejo del exceso en la era del contenido, sino también un espejo de nuestra relación con lo inacabado, con el deseo de posibilidad y con la ansiedad de no poder abarcarlo todo. Vivimos rodeados de archivos, títulos y experiencias potenciales, y muchas veces olvidamos que jugar, en su esencia, debería ser una experiencia placentera, significativa y liberadora. No se trata de tenerlo todo, sino de disfrutar verdaderamente de lo que ya tenemos. La próxima vez que nos enfrentemos a una tentadora oferta o a una nueva suscripción con decenas de títulos atractivos, quizás valga la pena hacernos una simple pregunta: ¿realmente quiero jugarlo… o solo quiero tenerlo?